(Segunda parte del serial que Living Las Vacas acoge durante el mes de agosto)

El tío Satur siempre había sido una persona peculiar. Para Pelayo, se trataba de un soplo de aire fresco, con su gracejo andaluz y su carácter optimista. Siempre había sido un pionero en todo lo que había realizado. Recién cumplida la mayoría de edad, decidió emigrar a Bilbao con el único contacto de una vieja dirección de un pariente de un compañero de colegio. Regresó al pueblo con el primer Seat 600 que surcó las calles todavía de tierra de la localidad. Se ve que la ciudad vizcaína le supo a poco, ya que cuatro años después decidió hacer las maletas, viajar en tren hasta Florencia y plantarse en la capital de la Toscana sin tener ni idea de italiano. Se ganó a mote el pulso del ‘guiri’, en un pueblo ya de por sí con predisposición a poner apodos a todo lo que se mueva.

En la familia de Pelayo, tanta iniciativa y actividad eran francamente sospechosas, teniendo en cuenta que la mayoría del pueblo eran honrados labradores que apenas tenían sueños más allá de una buena cosecha o de una bajada en la renta del dueño de la tierra. El único precedente de este carácter emprendedor se encontraba en Juan Cano, un personaje casi legendario que formaba parte de los antecedentes de la familia y del que se decía que había sido la primera persona de toda la comarca en envasar vino y venderlo en la capital. Ese dato tampoco estaba del todo contrastado. Murió joven, posiblemente de los excesos propios de la soltería prolongada, y dejó como herencia únicamente una pequeña fotografía en sus tiempos de servicio militar con Alfonso XIII (¿o quizás era Alfonso XII?). También había en la casa familiar una cama de hierro, de esas antiguas, que se dice que perteneció a Juan Cano. Nadie podía apostar que fuera cierto. Nunca se supo muy bien si lo de ‘Cano’ era apellido o apodo. En definitiva, todo en aquel personaje de leyenda era provisional.

Volvamos a Satur. Antes de emigrar a Andalucía, aterrizó una calurosa noche de agosto procedente de Italia con un cacharro debajo del brazo. Era una máquina para fabricar helados. En aquellos tiempos, al pueblo sólo habían llegado unos helados de hielo, llamados ‘politos’, de sabor de fresa y limón. Eso sí, para conocer el sabor concreto que había tocado en suerte, primero había que abrir el envoltorio. Magia pura. Satur fue a buscar a Pedro, su primo de las cuatro vacas lecheras ordeñadas a mano, y le convenció para que en las fiestas del pueblo pusieran un puesto a medias para vender helados. Uno ponía la materia prima y el otro la herramienta para fabricarlo. Además, podían sacar un alto valor añadido a la leche producida, muy por encima de lo que significaba venderlo puerta por puerta en las casas del pueblo.

El plato fuerte de la fiesta del pueblo era la actuación de Molina, otro apodo, esta vez por su pasión por el cantante Antonio Molina. Dicen que hasta sus hijos le conocían por Molina. Los helados se vendieron como churros y fueron un éxito del que todavía se habló durante años en el pueblo. Su cremosidad y su sabor auténtico alegraron aquellas fiestas que se recordaron durante mucho tiempo.

Satur quiso continuar con la aventura y propuso a su primo establecer una tienda de helados permanente, visto el éxito alcanzado. Pero a Pedro le parecía que aquello era traicionar su espíritu de hombre de campo. Consultó el invento con su padre, capaz de desayunar de cuclillas antes de ir a trabajar a la era hasta el día de su muerte con 97 años. Aquel hombre al que jamás le salió una cana y que nunca dijo una palabra más alta que otra, fue contundente cuando su hijo le consultó la posibilidad de poner la tienda de helados como complemento a la actividad agrícola y ganadera. “Dile a tu primo que aquí no gustan los inventos. Esto no es la Florencia esa”.