(Tercera parte del serial que Living Las Vacas acoge durante el mes de agosto)

Ricardo destacaba en aquel grupo de chavales que descubrían juntos buena parte de los secretos de la vida, en aquellos eternos veranos de su adolescencia. La pandilla estaba formaba por tres subgrupos que podían diferenciarse claramente. Por una parte, estaban los hijos de emigrados, como era el caso de Pelayo, que acudían al pueblo todos los veranos y que en invierno echaban de menos la libertad estival y se centraban en sus estudios. Por mucho tiempo que pasaran en aquella localidad, siempre eran considerados como ‘forasteros’. Nunca serían del pueblo de pura cepa. El segundo grupo, y el más numeroso, era el de los habitantes del pueblo de forma ininterrumpida, los que pasaban día tras día en aquellas calles y cuyas prioridades no eran precisamente los estudios. Cuando superaban la barrera de los 14 o 15 años de edad, prácticamente todos se ponían a trabajar, por lo legal o de forma más clandestina con parientes o amigos, en la boyante industria de la construcción de los años 90.

El tercer grupo era Ricardo. Vivía a caballo entre la capital más cercana y el pueblo. Compaginaba sus estudios, con muy buenas notas por cierto, con sus vivencias con los amigos de viernes a domingo de todos los fines de semana del año, además de los periodos vacacionales completos. Se había involucrado tanto en el segundo subgrupo, que jugaba también a llamar ‘forasteros’ a los que no eran de pura cepa. Su buen nivel académico le podría haber permitido estudiar cualquier carrera universitaria. Sin embargo, prefirió el camino corto de una diplomatura de tres años, probablemente por miedo a no terminar de encajar en el que consideraba su subgrupo. A un integrante de la plantilla del pueblo que se atrevió a cursar tercero de BUP, ni siquiera a terminarlo, le pusieron de por vida un mote muy definitorio: el ‘intelectual’.

Ricardo y Pelayo tenían cosas en común. Una de ellas es que ambos tenían abuelos que se habían resistido a aceptar el paso irresistible del tiempo y se habían negado a eliminar animales supervivientes de sus respectivas actividades ganaderas, mucho después de que un papel de la administración les asegurara que estaban jubilados. El abuelo de Pelayo guardó en una cuadra a una burra hasta el mismo día de su muerte, cuidada prácticamente como si fuera un animal de compañía. En el caso del abuelo de Ricardo, su actividad se había desarrollado con vacas.

Llegaba finales de agosto y el pueblo acogía su tradicional feria ganadera. Era tradicional, porque se había desarrollado durante siglos, pero le quedaba poco de feria, al tener cada vez menos actividad en la era, y mucho menos ganadera, en un pueblo que había abandonado de forma masiva el campo por el ladrillo.

Pelayo acompañó a Ricardo y a su abuelo, para que este último vendiera la última vaca que aún le quedaba. Sus hijos le habían convencido de que se desprendiera de ese último y anciano animal, aunque al viejo ganadero le parecía que en realidad se estaba deshaciendo de una parte de su vida. Allí apareció un tratante de ganado, bien vestido y con apariencia de tomarse cafés en la plaza de la capital, en lugar de pisar el terreno abrupto de las explotaciones extensivas. Compró el animal por 30.000 pesetas de las de entonces. “¿Para qué quiere el tratante la vaca?”, preguntó Pelayo al abuelo de Ricardo. “Para vendérsela al matadero para carne y sacar algo más de las 30.000 pesetas que me ha pagado a mí”, fue la lacónica respuesta del abuelo de Ricardo.

Pelayo rumió esa información durante toda la mañana. Cuando llegó a casa, le contó a su abuelo Filiberto toda la historia y le expresó sus dudas sobre cómo era posible que alguien comprara algo, lo vendiera y le sacara beneficio, sin producir nada. Su abuelo le aportó una explicación que nunca olvidaría: “Pelayo, para que alguien gane, otro tiene que perder”.