Algunos de los paisajes más espectaculares y más evocadores que puede encontrarse uno de viaje por Europa son las islas griegas. Con infinidad de posibles paradas y lugares por descubrir, los aproximadamente 6.000 territorios insulares que tiene el país heleno provocan que las combinaciones sean prácticamente infinitas. Es cierto que algunas de esas islas son visita obligada cuando se pasa por Grecia, como Mykonos, archiconocida por su vida nocturna y sus playas, y la joya de Santorini, toda una isla con pueblitos y casas volcadas hacia el precipicio de una caldera, formada por una expulsión volcánica prehistórica de dimensiones y consecuencias difícilmente imaginables.

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Lo que tienen en común estos lugares es la tranquilidad del Egeo y el carácter mediterráneo de su gastronomía, con ese toque asiático importado durante los años de dominación turca sobre el país. Los productos lácteos son algunos de los más importantes embajadores de esta cocina, como por ejemplo el queso feta. En esta ocasión, nos centraremos en el yogur griego.

Es un producto lácteo tradicional, elaborado a partir de leche de vaca o de cabra, y que destaca por encima de todo por tener prácticamente tres veces más de materia grasa láctea que los yogures de más amplio consumo, lo que le confiere su carácter de sabroso, denso de cuerpo y muy cremoso. También tiene alrededor del doble de proteína que sus homólogos de otros países.

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Ese carácter cremoso, además de su aporte proteico, ha provocado que el yogur griego se haya convertido en los últimos años en una de las grandes referencias del consumo internacional, con un aumento en su consumo en todos los países occidentales. Sin necesidad de grandes campañas de promoción en un país que suele tener problemas para articular políticas que engloben a varios sectores, el hecho de ser un yogur diferente le ha proporcionado una gran ventaja competitiva. No sólo hay que ser el mejor, sino ofrecer algo distinto a los demás.